2001: Odisea del espacio |
II – T.M.A UNO
7 – Vuelo espacial
No importa cuantas veces dejara uno la Tierra -se dijo el doctor Heywood Floyd -, la excitación no se paliaba realmente nunca. Había estado una vez en Marte, tres en la Luna, y más de las que podía recordar en las varias estaciones espaciales. Sin embargo, al aproximarse el momento del despegue, tenía conciencia de una creciente tensión, una sensación de sorpresa y temor -sí, y de nerviosismo- que le situaba al mismo nivel de cualquier bobalicón terrestre a punto de recibir su primer bautismo del espacio.
El reactor que le había trasladado allí desde Washington, tras aquella entrevista con el Presidente, estaba descendiendo ahora hacia uno de los más familiares, y sin embargo más emocionantes paisajes de todo el mundo. Allí se hallaban instaladas las primeras dos generaciones dela Era Espacial, ocupando veinte millas de la costa de la Florida. Al sur, perfiladas por parpadeantes luces rojas de prevención, se encontraban las gigantescas plataformas de los Saturnos y Neptunos que habían colocado a los hombres en el camino de los planetas, y habían pasado ya a la historia. Cerca del horizonte, una rutilante torre de plata bañada por la luz de los proyectores, era el último de los Saturno V, durante casi veinte años monumento nacional y lugar de peregrinaje. No muy lejos, atalayante contra el firmamento como una montaña artificial, se alzada la increíble mole del edificio de la Asamblea Vertical, la estructura simple más grande aún dela Tierra.
Mas estas cosas pertenecían ya al pasado, y él estaba volando hacia el futuro. Al inclinarse el aparato al virar; el doctor Floyd pudo ver bajo él una laberíntica masa de edificios, luego una gran pista de aterrizaje, y después unos amplios chirlos rectos a través del llano paisaje de la Florida... los múltiples rieles de una gigantesca pista de lanzamiento. Y a su final, rodeada por vehículos y grúas, se hallaba una nave espacial destellando en un tormento de luz; estaba siendo preparada para su salto hacia las estrellas. En súbita falta de perspectiva, producida por los rápidos cambios de velocidad y altura, a Floyd le pareció estar viendo una pequeña polilla de plata, atrapada en el haz de un proyector.
Luego las diminutas y escurridizas figuras del suelo le hicieron darse cuenta del tamaño real de la astronave; debía tener setenta metros a través de la estrecha V de sus alas. Y ese enorme vehículo, se dijo Floyd con cierta incredulidad -aunque también con cierto orgullo- me está esperando a mí. Tanto como supiera, era la primera vez que se había dispuesto una misión para llevar un solo hombre a la Luna.
Aunque eran las dos de la madrugada, un grupo de periodistas y fotógrafos le interceptó en el camino a la nave espacial Orión III bañada por la luz de los proyectores. Conocía de vista a algunos de ellos, pues como presidente del Consejo Nacional de Astronáutica, formaban parte de su vida las conferencias de prensa. No era ahora el momento ni el lugar para celebrar una de ellas, y no tenía nada que decir; pero era importante no ofender a los caballeros de los medios informativos.
- ¿Doctor Floyd? Soy Jim Forster, de la "Associated News". ¿Podría decirnos unas pocas palabras sobre este viaje suyo?
-Lo siento. No puedo decir nada.
-¿Pero usted se entrevistó con el Presidente esta misma noche? - preguntó una voz familiar.
- Ah.. hola, Mike. Me temo que le hayan sacado de la cama para nada. Decididamente, no hay nada que manifestar.
-¿No puede usted cuando menos confirmar o denegar que ha estallado en la Luna alguna especie de epidemia? - preguntó un reportero de la televisión, apañándoselas para mantener debidamente enmarcado a Floyd en su cámara-miniatura de televisión.
- Lo siento - respondió Floyd, meneando la cabeza.
- ¿Qué hay sobre la cuarentena? - preguntó otro reportero -. ¿Por cuánto tiempo se mantendrá?
-Tampoco nada a manifestar al respecto. - Doctor Floyd - solicitó una bajita y decidida dama de la prensa -: ¿Qué posible explicación puede haber para ese total cese de noticias de la Luna? ¿Tiene algo que ver con la situación política?
- Qué situación política - preguntó Floyd secamente.
Hubo un estallido de risas, y alguien dijo: "¡Buen viaje, doctor!", cuando se encaminaba hacia la plataforma del ascensor.
Tanto como podía recordar, la cuestión era la de una "situación" tanto como de una crisis permanente. Desde 1970, el mundo había estado dominado por dos problemas que, irónicamente, tendían a cancelarse mutuamente.
Aunque el control de la natalidad era barato, de fiar, y estaba avalado por las principales religiones, había llegado demasiado tarde; la población mundial había alcanzado ya la cifra de seis mil millones... el tercio de ellos en China. En algunas sociedades autoritarias hasta habían sido decretadas leyes limitando la familia a dos hijos, pero se había mostrado impracticable su cumplimiento. Como resultado de todo ello, la alimentación era escasa en todos los países; hasta los Estados Unidos tenían días sin carne, y se predecía una carestía extendida para dentro de quince años, a pesar de los heroicos esfuerzos para explotar los mares y desarrollar alimentos sintéticos. Con la necesidad, más urgente que nunca, de una cooperación internacional, existían aún tantas fronteras como en cualquier época anterior. En un millón de años, la especie humana había perdido poco de sus instintos agresivos; a lo largo de simbólicas líneas visibles sólo para los políticos, las treinta y ocho potencias nucleares se vigilaban mutuamente con beligerante ansiedad. Entre ellas, poseían el suficiente megatonelaje como para extirpar la superficie entera de la corteza del planeta.
A pesar de que -milagrosamente- no se habían empleado en absoluto las armas atómicas, tal situación difícilmente podía durar siempre.
Y ahora, por sus propias e inescrutables razones, los chinos estaban ofreciendo a las naciones más pequeñas una capacidad nuclear completa de cincuenta cabezas de torpedo y sistemas de propulsión. El precio era por debajo de los 200.000.000 de dólares, y podían ser establecidos cómodos plazos de pago.
Quizás estaban tratando sólo de sacar a flote su hundida economía, trocando en dinero contante y sonante anticuados sistemas de armamento, como habían sugerido algunos observadores. O tal vez habían descubierto métodos bélicos tan avanzados que no necesitaban ya de tales juguetes; se había hablado de radiohipnosis desde satélites transmisores, y de chantajes por enfermedades sintéticas para las cuales sólo ellos poseían el antídoto. Estas encantadoras ideas eran casi seguramente propaganda o pura fantasía, pero no era prudente descartar cualquiera de ellas.
Cada vez que Floyd abandonabala Tierra, se preguntaba si a su regreso la encontraría aún allí.
La pulida azafata le saludó cuando entró en la cabina.
- Buenos días, doctor Floyd. Yo soy miss Simmons. Doy a usted la bienvenida a bordo a nombre del capitán Tynes y nuestro copiloto, primer oficial Ballard.
- Gracias - respondió Floyd con una sonrisa, preguntándose por que se habían de parecer siempre las azafatas a guías-robot de turismo.
-Despegue dentro de veinte minutos - dijo ella señalando la vacía cabina de veinte pasajeros.
- Puede usted instalarse donde guste, pero el capitán Tynes le recomienda el asiento de la ventana de la izquierda, si desea contemplar las operaciones de desatraque.
-Pues sí - respondió él, moviéndose hacia el asiento preferido. La azafata revoloteó en derredor suyo durante unos momentos, yéndose luego a su cubículo, a popa de la cabina.
Floyd se instaló en su asiento, ajustó el cinturón de seguridad en torno a cintura y hombros, y sujetó su cartera de mano en el asiento adyacente. Momentos después se oyó en el altavoz una voz clara y suave.
- Buenos días - dijo la voz de miss Simmons -. Este es el Vuelo Especial 3, de Kennedy a la Estación Uno del Espacio.
Al parecer, estaba determinada a largar todo el rollo rutinario a su solitario pasajero, y Floyd no pudo resistir una sonrisa mientras ella continuaba inexorablemente:
-Nuestro tiempo de tránsito será de cincuenta y cinco minutos. La aceleración máxima alcanzará dos ge, y estaremos ingrávidos durante treinta minutos. No abandone por favor su asiento hasta que se encienda la señal de seguridad.
Floyd miró por encima de su hombro y dijo "Gracias", teniendo el vislumbre de una sonrisa un tanto embarazada pero encantadora.
Retrepóse en su butaca y se relajó. Calculó que aquel viaje iba a costar a los contribuyentes un poco más de un millón de dólares. De no ser justificado, él perdería su puesto; pero siempre podría volver a la Universidad y a sus interrumpidos estudios sobre la formación de los planetas.
- Establecido el autoconteo - dijo la voz del capitán en el altavoz, con el suave sonsonete empleado en la cháchara del RT.
-Despegue en un minuto.
Como siempre se pareció más a una hora. Floyd se dio buena cuenta, entonces, de las gigantescas fuerzas latentes a su derredor, en espera de ser desatadas. En los tanques de combustible de los dos ingenios espaciales, y en el sistema de almacenaje de energía de la plataforma de lanzamiento, se hallaba encerrada la potencia de una bomba nuclear. Y todo ello sería empleado para trasladarle a él a unas simples doscientas millas de la Tierra.
No se produjo el antiguo conteo a la inversa de cuatro-tres-dos-uno, tan duro para el sistema nervioso humano.
-Lanzamiento en quince segundos. Se sentirá usted más cómodo si comienza a respirar profundamente.
Aquella era buena psicología y buena fisiología. Floyd se sintió bien saturado de oxígeno, y dispuesto a habérselas con cualquier cosa, cuando la plataforma de lanzamiento comenzó a expeler sus mil toneladas de carga útil sobre el Atlántico.
Resultaba difícil decir el momento en que se alzaron sobre la plataforma y se hicieron aerotransportados, pero cuando el rugido de los cohetes redobló de súbito su furia, y Floyd sintió que se hundía cada vez más profundamente en los cojines de su butaca, supo que habían entrado en acción los motores del primer cuerpo. Hubiese deseado mirar por la ventanilla, pero hasta el girar la cabeza resultaba un esfuerzo. Sin embargo, no había ninguna incomodidad; en realidad, la presión de la aceleración y el enorme tronar de los motores producía una extraordinaria euforia. Zumbándole los oídos y batiéndole la sangre en sus venas, Floyd se sintió más viviente de lo que había estado durante años. Era joven de nuevo, y sentía deseos de cantar en voz alta, lo cual podía muy bien hacer, pues nadie podría posiblemente oírle.
Había perdido casi el sentido del tiempo cuando disminuyeron bruscamente la presión y el ruido, y el altavoz de la cabina anunció:
-Preparado para separar el cuerpo inferior. Ya vamos.
Hubo una ligera sacudida; y de súbito Floyd recordó una cita de Leonardo da Vinci, que había visto en una ocasión en un despacho de la NASA:
La Gran Ave emprenderá su vuelo en el lomo de la gran ave, dando gloria al nido donde naciera.
Bien, la Gran Ave estaba volando ahora, más allá de los sueños de Leonardo, y su agotada compañera aleteaba de nuevo hacia la Tierra. En un arco de diez mil millas, el cuerpo inferior o primera etapa se deslizaría, penetrando en la atmósfera, trocando velocidad por distancia cuando se posara en Kennedy. Y en pocas horas, revisada y provista de nuevo combustible, estaría dispuesta de nuevo a elevar a otra compañera hacia el radiante silencio que ella no alcanzaría jamás.
Ahora vamos por nuestros propios medios, pensó Floyd, a más de medio camino de la órbita de aparcamiento. Al producirse de nuevo la aceleración, al dispararse los cohetes del cuerpo superior, el impulso fue mucho más suave; en realidad, no sintió más que gravedad normal. Pero le hubiese sido imposible andar, puesto que "arriba" estaba en derechura hacia el frente de la cabina. De haber sido lo bastante necio como para abandonar su asiento, se hubiera estrellado al punto contra el tabique trasero.
Aquel efecto resultaba un tanto desconcertante, pues parecía que la nave se alzaba sobre su cola. Para Floyd, que estaba enfrente mismo de la cabina, todas las butacas se le aparecían como sujetas a una pared que descendiese verticalmente debajo de él. Se estaba esforzando por despejar tan desagradable ilusión, cuando el alba estalló al exterior de la nave.
En cuestión de segundos, atravesaron cendales de color carmesí, rosa, oro y azul, hasta la penetrante albura del día. A pesar de que las ventanas estaban muy teñidas para reducir el fulgor, los haces de luz solar que barrieron lentamente la cabina dejaron semicegado a Floyd durante varios minutos. Se encontraba en el espacio, pero no había forma de ver las estrellas.
Se protegió los ojos con las manos e intentó fisgar a través de la ventanilla de su costado. Afuera, el ala replegada de la nave destellaba como metal incandescente a la reflejada luz solar; en su derredor, la oscuridad era absoluta, y aquella oscuridad debía de estar llena de estrellas... pero era imposible verlas.
El peso iba disminuyendo lentamente; los cohetes dejaban de funcionar a medida que la nave se situaba en órbita. El tronar de los motores se atenuó, convirtiéndose en un sordo ronquido, luego en suave siseo, y se redujo finalmente al silencio. De no haber sido por sus sujetadores, Floyd hubiese flotado fuera de su butaca; su estómago sintió como si de todos modos fuese a hacerlo así. Esperaba que las píldoras que le habían dado media hora y diez mil millas antes, obrarían como estaba especificado. Sólo una vez había sufrido el mareo espacial en su carrera, pero ya bastaba con ello, y a menudo hasta resultaba demasiado.
La voz del piloto era firme y confiada al sonar en el altavoz.
-Observe por favor todas las prescripciones cero-ge. Vamos a atracar en la Estación Espacial Uno dentro de cuarenta y cinco minutos.
La azafata vino andando por el exiguo pasillo que estaba a la derecha de las próximas butacas. Había un ligero flotamiento en sus pasos y sus pies se despegaban del suelo difícilmente, como si estuviesen encolados. Ella se mantenía en la brillante banda de alfombrado Velcro que discurría en toda la longitud del suelo... y del techo. La alfombra, y las suelas de las sandalias, estaban cubiertas de miríadas de minúsculas grapillas, que se adherían como ganchos. Este truco de andar en caída libre era inmensamente tranquilizador para los desorientados pasajeros.
- ¿Desearía usted algo de café o de té, doctor Floyd? - preguntó ella con jovial solicitud. -No, gracias - sonrió él. Siempre se sentía como una criatura cuando tenía que chupar de uno de aquellos tubos de plástico.
La azafata estaba aún rondando ansiosamente en su derredor, cuando abrió su cartera de mano, disponiéndose a revisar sus papeles.
- Doctor Floyd, ¿puedo hacerle a usted una pregunta?
-Desde luego - respondió él, mirando por encima de sus gafas.
- Mi prometido es geólogo en Tycho - dijo miss Simmons, midiendo cuidadosamente sus palabras-, y no he tenido noticias de él hace ya más de una semana.
-Lo siento; quizá se encuentre fuera de su base, y fuera de contacto.
Ella meneó la cabeza, replicando:
-El siempre me comunica cuando va a suceder algo así. Y puede usted imaginarse lo preocupada que estoy... con todos esos rumores. ¿Es realmente verdad lo de una epidemia en la Luna?
-Si lo es, no supone ello motivo alguno de alarma. Recuerde cuando hubo una cuarentena en el 98 a causa de aquel virus mutado de la gripe.
Mucha gente estuvo enferma... pero nadie murió. Y esto es realmente cuanto puedo decir - concluyó con firmeza.
Miss Simmons sonrió agradablemente y se enderezó.
-Bien, gracias de todos modos, doctor. Siento haberle molestado.
-No es molestia, en absoluto - respondió él, galante, aunque no muy sinceramente. Y acto seguido se sumió en sus interminables informes técnicos, en un desesperado último asalto a la habitual revisión.
Pues no tendría tiempo para leer, cuando llegase a la Luna.
8 – Cita orbital
Media hora después, anunció el piloto:
-Estableceremos contacto dentro de diez minutos. Compruebe por favor el correaje de seguridad de su asiento.
Floyd obedeció, y retiró sus papeles. Era buscarse molestias tratar de leer durante el acto de juegos malabares celestes que tenía lugar durante las últimas 300 millas; lo mejor era cerrar los ojos y relajarse, mientras el ingenio espacial traqueteaba con breves descargas de energía de los cohetes.
Pocos minutos después tuvo un primer vislumbre de la Estación Espacial Uno, a pocas millas tan sólo. La luz del sol destellaba y centellaba en las bruñidas superficies del disco de trescientos metros de diámetro que giraba lentamente. No lejos, derivando en la misma órbita, se encontraba una replegada nave espacial Tito-V, y junto a ella una casi esférica Aries-1B, el percherón del espacio, con las cuatro recias y rechonchas patas de sus amortiguadores de alunizaje sobresaliendo de un lado.
La nave espacial Orión III estaba descendiendo de una órbita más alta, lo cual presentaba a la Tierra en vista espectacular tras la Estación. Desde su altitud de 200 millas, Floyd podía ver gran parte de Africa y el océano Atlántico. Había una considerable cobertura de nubes, pero aún podía detectar los perfiles verdiazules de la Costa de Oro.
El eje de la Estación Espacial, con sus brazos de atraque extendidos, se hallaba ahora deslizándose suavemente hacia ellos. A diferencia de la estructura de la que brotaba, no estaban girando... o, más bien, estaban moviéndose a la inversa a un compás que contrarrestaba exactamente el propio giro de la Estación. Así, una nave espacial visitante podía ser acoplada a ella, para el traslado de personal o cargamento, sin ser remolineada desastrosamente en derredor.
Nave y Estación establecieron contacto, con el más suave de los topetazos. Del exterior llegaron ruidos metálicos rechinantes, y luego el breve silbido del aire al igualarse las presiones. Poco después se abrió la puerta de la cámara reguladora de presión, y penetró en la cabina un hombre vestido con los ligeros y ceñidos pantalones y la camisa de manga corta, que era casi el uniforme de la Estación Espacial.
- Encantado de conocerle doctor Floyd, yo soy Nick Miller, de la seguridad de la Estación; tengo el encargo de velar por usted hasta la partida del correo lunar. Se estrecharon las manos, y Floyd sonrió luego a la azafata, diciendo:
- Haga el favor de presentar mis cumplidos al capitán Tynes, y agradézcale el excelente viaje. Quizá la vuelva a ver a usted de regreso a casa.
Muy precavidamente -era ya más de un año desde la última vez que había estado ingrávido y pasaría aún algún tiempo antes de que recuperase su andar espacial-
atravesó valiéndose de las manos la cámara reguladora de presión, penetrando en la amplia estancia circular situada en el eje de la Estación Espacial. Era un recinto espesamente acolchado, con las paredes cubiertas de asideros esconzados; Floyd asió uno de ellos firmemente mientras la estancia entera comenzaba a girar, hasta la Estación.
Al aumentar la velocidad, delicados y fantasmales dedos gravitatorios comenzaron a apresarle, siendo lentamente impelido hacia la pared circular. Ahora estaba meciéndose suavemente, como un alga marina mecida por la marea, en lo que mágicamente se había convertido en un piso combado. Estaba sometido a la fuerza centrífuga del giro de la Estación, la cual era débil allí, tan cerca del eje, pero aumentaría constantemente cuando se moviera hacia el exterior.
Desde la cámara central de tránsito siguió a Miller bajando por una escalera en espiral. Al principio era tan liviano su peso que tuvo que forzarse a descender, asiéndose a la barandilla, no fue hasta llegar a la antesala de pasajeros, en el caparazón exterior del gran disco giratorio, cuando adquirió peso suficiente para moverse en derredor casi normalmente.
La antesala había sido objeto de una nueva decoración desde su última visita, dotándose de algunos nuevos servicios. Junto a las acostumbradas butacas, mesitas, restaurante y estafeta de correos, había ahora una barbería, un "drugstore", una sala de cine, y una tienda de souvenirs en la que se vendían fotografías y diapositivas de paisajes lunares y planetarios, y garantizadas piezas auténticas de Luniks, Rangers y Surveyors, todas ellas montadas esmeradamente en plástico y de precios exorbitantes.
- ¿Puedo servirle algo mientras esperamos? - preguntó Miller. Embarcaremos dentro de unos treinta minutos.
-Me iría bien una taza de café cargado -dos terrones- y desearía llamar a Tierra.
-Bien, doctor. Voy a buscar el café... los teléfonos están allí.
Las pintorescas cabinas telefónicas estaban sólo a pocos metros de una barrera con dos entradas rotuladas BIENVENIDOS A LA SECCION U.S.A. y BIENVENIDOS A LA SECCION SOVIETICA. Bajo estos anuncios había advertencias que decían en inglés, ruso, chino, alemán, francés y español:
TENGA DISPUESTO POR FAVOR SU:
Pasaporte
Visado
Certificado Médico
Permiso de transporte
Declaración de peso
Resultaba de un simbolismo más bien divertido el hecho que tan pronto como los pasajeros atravesaban las barreras, en cualquiera de las dos direcciones, quedaban libres para mezclarse de nuevo. La división era puramente para fines administrativos.
Floyd, tras comprobar que la Clave de Zona para los Estados Unidos seguía siendo 81, marcó las doce cifras del número de su casa, introdujo en la ranura de abono su carta de crédito de plástico, para todo uso, y obtuvo la comunicación en treinta segundos.
Washington dormía aún, pues faltaban varias horas para el alba, pero no molestaría a nadie. Su ama de llaves se informaría del mensaje en el registrador, en cuanto se despertara.
"Miss Flemming... aquí Mr. Floyd. Siento que tuviera que marcharme tan de prisa. Llame por favor a mi oficina y pídales que recojan el coche... se encuentra en el "Aeropuerto Dulles", y la llave la tiene Mr. Bailey, oficial de Control de Vuelo. Seguidamente llame al "Chevy Chase Country Club", y comunique a secretaría que no podré participar en el torneo de tenis de la próxima semana. Presente mis excusas... pues temo que contarán conmigo. Llame luego a la "Electrónica Downtown" y dígales que si no está acondicionado para el miércoles el video de mi estudio... pueden llevárselo."
Hizo una pausa para respirar, y para intentar pensar en otras crisis o problemas que podían presentarse durante los días venideros. "Si anda escasa de dinero, pídalo en la oficina; pueden tener mensajes urgentes para mí, pero yo puedo estar demasiado ocupado para contestar. Besos a los pequeños, y dígales que volveré tan pronto pueda. Vaya por Dios... aparece aquí alguien a quien no dedeo ver... llamaré desde la Luna si puedo... adiós."
Floyd intentó escabullirse de la cabina, pero era demasiado tarde; ya había sido visto. Y dirigiéndose a él, atravesaba la puerta de salida de la Sección Soviética el doctor Dmitri Moisevich, de la Academia de Ciencias de la U.R.S.S.
Dmitri era uno de los mejores amigos de Floyd; y por esa misma razón, era la última persona con quien deseaba hablar en aquel momento.
9 – El correo de la Luna
El astrónomo ruso era alto, delgado y rubio, y su enjuto rostro denotaba sus cincuenta y cinco años... los diez últimos de los cuales los había pasado construyendo gigantescos observatorios de radio en lejanos lugares de la Luna, donde dos mil millas de sólida roca los protegerían de la intromisión electrónica dela Tierra.
¡Vaya, Heywood! - dijo, con un fuerte apretón de manos. ¡Qué pequeño es el Universo! ¿Cómo está usted... y sus encantadores pequeños?
- Magníficamente, respondió Floyd con afecto, pero con un aire ligeramente distraído -. A menudo hablamos de lo estupendamente que la pasamos con usted el verano pasado. Sentía no poder parecer más sincero; realmente, había disfrutado una semana de vacaciones en Odessa con Dmitri durante una de las visitas del ruso ala Tierra.
- ¿Y usted... supongo que va hacia arriba? - inquirió Dmitri.
- Eh... sí... volaré dentro de media hora - respondió Floyd -. ¿Conoce usted a Mr. Miller?
El oficial de seguridad se había aproximado a respetuosa distancia con una taza de plástico con café en la mano.
- Desde luego. Pero por favor deje eso, Mr. Miller. Esta es la última oportunidad del Dr. Floyd de tomar una bebida civilizada... no ha de desperdiciarla. No... insisto.
Siguieron a Dmitri de la antesala principal a la sección de observación, y de pronto estuvieron sentados a una mesa bajo una tenue luz contemplando el móvil panorama de las estrellas. La Estación Espacial Uno giraba una vez cada minuto, y la fuerza centrífuga generada por esa lenta rotación producía una gravedad artificial igual a la de la Luna. Se había descubierto que esto era una buena compensación entre la gravedad dela Tierra y la absoluta falta de gravedad; además, proporcionaba a los pasajeros con destino a la Luna la ocasión de aclimatarse.
Al exterior de las casi invisibles ventanas, discurrían en silenciosa procesión la Tierra y las estrellas. En aquel momento, esta parte de la Estación estaba ladeada con relación al Sol; de lo contrario, habría sido impensable mirar afuera, pues la estancia hubiese estado inundada de luz. Aun así, el resplandor dela Tierra, que llenaba medio firmamento, lo apagaba todo, excepto las más brillantes estrellas.
Pero la Tierra se estaba desvaneciendo a medida que la Estación orbitaba hacia la parte nocturna del planeta; dentro de pocos minutos sólo habría un enorme disco negro tachonado por las luces de las ciudades. Y entonces el firmamento pertenecería a las estrellas.
- Y ahora - dijo Dmitri, tras haberse echado rápidamente al coleto su primer vaso, volviendo a llenarlo -, ¿Que es todo eso sobre una epidemia en el sector U.S.A.? Quise ir allá en este viaje. "No, profesor -me dijeron-. Lo sentimos mucho, pero hay una estricta cuarentena hasta nuevo aviso." Toqué las teclas que pude, pero fue inútil. Ahora, usted va a decirme lo que está sucediendo.
Floyd rezongó interiormente. "¡Ya estamos otra vez! - pensó -. Cuanto más pronto me encuentre a bordo de ese correo, rumbo a la Luna, tanto más feliz me sentiré."
-La... ah... cuarentena, es una pura y simple medida de precaución - dijo cautelosamente -. Ni siquiera estamos seguros de que sea realmente necesaria, pero no queremos arriesgarnos.
-Pero, ¿Cuál es la dolencia... cuáles son los síntomas? ¿Podría ser extraterrestre? ¿Necesita usted alguna ayuda de nuestros servicios médicos?
- Lo siento, Dmitri... se nos ha pedido que no digamos nada por el momento. Gracias por el ofrecimiento, pero podemos manejar la situación.
-Hum... - hizo Moisevich, evidentemente nada convencido -. A mí me parece extraño que le envíen a usted, un astrónomo, a examinar una epidemia en la Luna.
-Sólo soy un ex astrónomo; hace ya años que no he hecho una investigación verdadera. Ahora soy un científico experto, lo cual significa que no sé nada sobre absolutamente todo.
-¿Conocerá usted entonces lo que significa T.M.A Uno?
Miller estuvo a punto de atragantarse con su bebida, pero Floyd era de una pasta más dura.
Miro fijamente a los ojos de su antiguo amigo, y dijo sosegadamente:
-¿T.M.A Uno? ¡Vaya expresión! ¿Dónde la oyó usted?
-No importa, usted no puede engañarme. Pero si topa usted con algo que no pueda manejar, confío que no esperará a que sea demasiado tarde para pedir ayuda.
Miller miró significativamente a su reloj.
- Se ha de embarcar dentro de cinco minutos, doctor Floyd - dijo -. Me parece que será mejor que nos movamos.
Aunque sabía que todavía disponían de sus buenos veinte minutos, Floyd se apresuró a levantarse.
Demasiado apresuradamente, pues había olvidado el sexto de gravedad. Hubo de asirse a la mesa, pues, haciéndolo a tiempo evitaba dar un bote hacia arriba.
- Ha sido magnífico encontrarle a usted, Dmitri - dijo, no muy sinceramente -. Espero que tenga un buen viaje a la Tierra... le haré una llamada en cuanto regrese.
Al abandonar la estancia y atravesar la barrera U.S.A. de tránsito, Floyd observó:
-Uf... la cosa estaba que ardía. Gracias por haberme rescatado.
-Mire doctor, - dijo el oficial de seguridad -, espero que no tenga razón.
-¿Razón sobre qué?
-Sobre toparnos con algo que no podamos manejar./p>
- Eso - respondió Floyd con determinación - es lo que yo intento descubrir.
Cuarenta y cinco minutos después, el Aries-1B Lunar partió de la estación. No se produjo nada de la potencia y furia de un despegue dela Tierra... sólo un casi inaudible y lejano silbido cuando los eyectores de plasma de bajo impulso lanzaron sus ráfagas electrificadas al espacio.
El suave empellón duró más de cincuenta minutos, y la queda aceleración no hubiera impedido a nadie el moverse por la cabina. Pero una vez cumplida, la nave no estaba ya ligada a la Tierra, como lo estuviera mientras acompañaba aún a la Estación. Había roto los lazos de la gravedad y ahora era un planeta libre e independiente, contorneando el Sol en órbita propia.
La cabina que tenía ahora Floyd a su entera disposición había sido diseñada para treinta pasajeros. Resultaba raro, y producía más bien una sensación de soledad, el ver todas las butacas vacías, y ser atendido por entero por el camarero y la azafata... por no mencionar el piloto, copiloto y dos mecánicos. Dudaba que ningún hombre en la historia hubiese recibido servicio tan exclusivo, y era sumamente improbable que sucediera en el futuro. Recordó la cínica observación de uno de los menos honorables pontífices: "Ahora que tenemos el Papado, disfrutemos de él." Bien, el disfrutaría de ese viaje, y de la euforia de la ingravidez.
Con la pérdida de gravedad había, cuando menos por algún tiempo, descartado la mayoría de sus preocupaciones. Alguien había dicho alguna vez que uno podía sentirse aterrorizado en el espacio, pero no molestado. Lo cual era perfectamente verdad.
El camarero y la azafata estaban al parecer determinados a hacerle comer durante las veinticuatro horas del viaje, pues se veía rechazando constantemente platos no pedidos.
El comer con gravedad cero no constituía ningún problema real, contrariamente a los sombríos augurios de los primeros astronautas. Sentábase a una mesa corriente, a la cual se sujetaban fuentes y platos, como a bordo de un buque con mar gruesa. Todos los cubiertos tenían algo de pegajoso, por lo que no se desprendían yendo a rodar por la cabina. Así un filete estaba adherido al plato por espesa salsa, y mantenida una ensalada con aderezo adhesivo. Había pocos artículos que no podían ser tomados con un poco de habilidad y cuidado; las únicas cosas descartadas eran las sopas calientes y las pastas excesivamente quebradizas o desmenuzables. Las bebidas eran, desde luego, cuestión muy diferente, todos los líquidos habían de tomarse simplemente apretando tubos de plástico.
Una generación entera de investigación efectuada por heroicos pero no cantados voluntarios, se había empleado en el diseño del lavabo, el cual estaba ahora considerado como más o menos a prueba de imprudencias. Floyd lo investigó poco después del comienzo de la caída libre. Se encontró en un pequeño cubículo dotado de todos los dispositivos de un lavabo corriente de líneas aéreas, pero iluminado con una luz roja muy cruda y desagradable para los ojos. Un rótulo impreso en prominentes letras anunciaba: ¡MUY IMPORTANTE! Para su comodidad, haga el favor de leer cuidadosamente estas instrucciones.
Sentóse Floyd (uno tendía aún a hacerlo, aunque ingrávido) y leyó varias veces las instrucciones. Y al asegurarse que no había modificación alguna desde su último viaje, oprimió el botón de Arranque.
Al alcance de la mano, comenzó a zumbar un motor eléctrico, y Floyd se sintió moviéndose. cerró los ojos y esperó, tal como lo aconsejaban las instrucciones. Al cabo de un minuto, sonó levemente una campanilla y miró en derredor. La luz había cambiado ahora a un sedante rosa- blanquecino; pero, lo que era más importante, se encontraba otra vez sometido a la gravedad. Sólo la tenuísima vibración le reveló que era una gravedad falsa, causada por el giro de tiovivo de todo el compartimiento de aseo. Floyd tomó una jabonera, y la contemplo caer con movimiento retardado; juzgó que la fuerza centrífuga era aproximadamente un cuarto de la gravedad normal. Pero ello era ya bastante; garantizaba que todo se movía en la dirección debida, en un lugar donde eso era lo que más importaba.
Oprimió el botón de Parada para salir, y volvió a cerrar los ojos. El peso diminuyó lentamente al cesar la rotación, la campanilla dio un doble tañido, y volvió a encenderse la luz roja de precaución, y seguidamente se entornó la puerta con la debida posición para permitirle deslizarse fuera de la cabina, donde se adhirió tan rápidamente como le fue posible a la alfombra. Hacía tiempo que había agotado la novedad de la ingravidez, y agradecía a los deslizadores "Velcro" que le permitiesen andar casi normalmente. Tenía mucho en que ocupar su tiempo, aun cuando no hiciese más que sentarse y leer. Cuando se aburriese de los informes y memorándums y minutas oficiales, conmutaría la clavija de su bloque de noticias, poniéndola en el circuito de información de la nave y pasaría revista a las últimas noticias de la Tierra. Uno a uno conjuraría a los principales periódicos electrónicos del mundo; conocía de memoria las claves de los más importantes, y no tenía necesidad de consultar la lista que estaba al reverso de su bloque. Conectando con la unidad memorizadora de reducción, tendría la primera página, ojearía rápidamente los encabezamientos y anotaría los artículos que le interesaban. Cada uno de ellos tenía su referencia de teclado, al pulsar el cual, el rectángulo del tamaño de un sello de correos se ampliaría hasta llenar por completo la pantalla, permitiéndole así leer con toda comodidad. Una vez acabado, volvería a la página completa, seleccionando un nuevo tema para su detallado examen.
Floyd se preguntaba a veces si el bloque de noticias, y la fantástica tecnología que tras él había, sería la última palabra en la búsqueda del hombre en perfectas comunicaciones. Aquí se encontraba él, muy lejos en el espacio, alejándose de la Tierra a miles de millas por hora, y sin embargo, en unos pocos milisegundos podía ver los titulares de cualquier periódico que deseara. (Verdaderamente que esa palabra de "periódico" resultaba un anacrónico pegote en la era de la electrónica.) El texto era puesto al momento automáticamente cada hora; hasta si se leía sólo las versiones inglesas, se podía consumir toda una vida no haciendo otra cosa sino absorber el flujo constantemente cambiante de información de los satélites- noticiarios.
Resulta difícil imaginar cómo podía ser mejorado o hecho más conveniente el sistema, pero más pronto o más tarde, suponía Floyd, desaparecería para ser reemplazado por algo tan inimaginable como pudo haber sido el bloque de noticias para Caxton o Gutemberg.
Había otro pensamiento que a menudo lo llevaba a escudriñar aquellos minúsculos encabezamientos electrónicos. Cuanto más maravillosos eran los medios de comunicación, tanto más vulgares, chabacanos o deprimentes parecían ser sus contenidos. Accidentes, crímenes, desastres naturales y causados por la mano del hombre, amenaza de conflicto, sombríos editoriales... tal parecía ser aún la principal importancia de los millones de palabras esparcidos por el éter. Sin embargo, Floyd se preguntaba también si eso era en suma una mala cosa; los periódicos de Utopía, lo había decidido hacía tiempo, serían terriblemente insulsos.
De vez en cuando, el capitán y los demás miembros de la tripulación entraban en la cabina y cambiaban unas cuantas palabras con él. Trataban a su distinguido pasajero con respetuoso temor, y sin duda ardían de curiosidad sobre su misión, pero eran demasiado corteses para hacer cualquier pregunta o hasta para hacer cualquier insinuación. Sola la encantadora y menudita azafata parecía mostrarse completamente desenvuelta en su presencia. Floyd descubrió rápidamente que procedía de Bali, y había llevado allende la atmósfera algo de la gracia y el misterio de aquella isla aún no hollada en gran parte. Uno de los más singulares y encantadores recuerdos de todo el viaje fue la demostración de ella de la gravedad cero mediante algunos movimientos de danza clásica balinesa, con el admirable verdiazul menguante dela Tierra como telón de fondo. Hubo un período de sueño al apagarse las luces de la cabina y Floyd se sujetó brazos y piernas con las sábanas elásticas que le impedirían ser expelido al espacio. Parecía una tosca instalación... pero en la gravedad cero su litera no almohadillada era más cómoda que los más muelles colchones dela Tierra.
Una vez se hubo sujetado bien, Floyd se adormiló con bastante rapidez, pero se despertó en una ocasión en estado amodorrado y semiconsciente, quedando totalmente desconcertado por sus extraños aledaños. Durante un momento pensó que se encontraba dentro de una linterna china débilmente iluminada; el débil resplandor de los otros cubículos que le rodeaban daba esa impresión. Luego se dijo, con firmeza y fructuosamente: "Ea, a dormir, muchacho. Este es sólo un corriente correo lunar."
Al despertarse, la Luna se había tragado medio firmamento, y estaban a punto de comenzar las maniobras de frenado. El amplio arco de las ventanas encajado en la curvada pared de la sección de pasajeros miraba al cielo abierto, y no al globo cercano, por lo que se trasladó a la cabina de mando. Allí, en las pantallas retrovisoras de televisión, pudo contemplar las últimas fases del descenso.
Las cada vez más próximas montañas lunares, eran diferentes en absoluto de las de la Tierra; estaban faltas de las destellantes cimas de nieve; el verde ornamento de la vegetación, las móviles coronas de nubes. Sin embargo, el violento contraste de luz y sombra les confería una belleza propia. Las leyes de la estética terrestre no eran aplicables allí; aquel mundo había sido formado y modelado por fuerzas distintas a las terrestres, operando en eones de tiempo desconocidos a la joven y verdeante Tierra, con sus fugaces Eras Glaciales, sus mares alzándose y hundiéndose rápidamente, y sus cadenas de montañas disolviéndose como brumas ante el alba. Aquí era la edad inconcebible -pero no muerta, pues la Luna no había vivido nunca- hasta la fecha.
La nave en descenso quedó equilibrada casi sobre la línea divisora de la noche y el día; directamente debajo de ella había un caos de melladas sombras y brillantes y aislados picos que captaban la primera luz de la lenta alba lunar. Aquél sería un espantoso lugar para intentar posarse, incluso contando con todas las posibles ayudas electrónicas; pero estaban derivando lentamente, apartándose de él, hacia la parte nocturna de la Luna.
Cuando sus ojos se acostumbraron más y más a la débil iluminación, Floyd vio de pronto que la parte nocturna no estaba totalmente oscura, sino bañada por una luz fantasmal, pudiéndose ver claramente picos, valles y llanuras.La Tierra, gigantesca luna para la Luna, inundaba con su resplandor el suelo de abajo.
En el panel del piloto fulguraron luces sobre las pantallas de radar, y aparecieron y desaparecieron números en los señalizadores de las computadoras, registrando la distancia de la cercana Luna. Estaban aún a más de mil millas cuando volvió el peso al comenzar los propulsores una suave pero constante deceleración. Parecieron transcurrir siglos en que la Luna se expandió lentamente a través del firmamento, sumióse el Sol bajo el horizonte, y finalmente un gigantesco cráter llenó el campo visual. El correo estaba cayendo hacia sus picos centrales... y de súbito Floyd advirtió que junto a uno de aquellos picos, destellaba con ritmo regular una brillante luz. Podía ser un faro de aeropuerto enfilado a la Tierra, y quedó con la mirada clavada en él y la garganta contraída. Era la prueba de que los hombres habían establecido otra posición en la Luna.
El cráter se había expandido ya tanto que sus baluartes se estaban deslizando bajo el horizonte, y los pequeños cráteres que salpicaban su interior estaban empezando a revelar su tamaño real. Algunos de ellos, que parecían minúsculos desde la lejanía en el espacio, tenían un diámetro de millas, y podrían haber engullido ciudades enteras.
Sometida a sus controles automáticos, la nave se deslizaba abajo por el firmamento iluminado por las estrellas, hacia aquel estéril paisaje a la luz de la grande y gibosa Tierra. Una voz se elevó ahora de alguna parte, sobre el silbido de los propulsores y los punteos electrónicos que atravesaban la cabina.
- Control Clavius a Especial 14; la entrada se realiza con exactitud. Efectúen por favor la comprobación manual del dispositivo de alunizaje, presión hidráulica e inflado de la almohadilla parachoques.
El piloto oprimió diversos conmutadores, destellaron luces verdes y respondió:
-Verificadas todas las comprobaciones manuales. Dispositivo de alunizaje, presión hidráulica, parachoques O.K.
-Confirmado - dijeron de la Luna.
El descenso continuó silenciosamente. Aunque aún había muchas comunicaciones, todas ellas corrían a cargo de máquinas, transmitiéndose mutuamente fulgurantes impulsos binarios a una cadencia miles de veces mayor que aquella con que sus constructores, de pensar lento, podían comunicarse.
Algunos de los picos de las montañas atalayaban ya la nave; el suelo se hallaba solamente a pocos miles de pies, y la luz del faro era una brillante estrella fulgurando constantemente sobre un grupo de bajos edificios y extraños vehículos. En la fase final de descenso, los propulsores parecían estar tocando alguna singular tonada; sus intermitentes latidos verificaban el último ajuste preciso al impulso.
Bruscamente una remolineante nube de polvo lo ocultó todo, los propulsores lanzaron su último chorro, y la nave se meció ligeramente, como un bote de remos acunado por una pequeña ola. Pasaron varios minutos antes de que Floyd pudiese aceptar realmente el silencio que ahora los envolvía y la débil gravedad que asía sus miembros. Había efectuado, sin el menor incidente y en poco más de un día, el increíble viaje con el que habían soñado los hombres durante dos mil años. Tras un vuelo normal, rutinario, había alunizado.
10 – Base Clavius
Clavius, de 240 Kms. de diámetro, es el segundo cráter, por su tamaño, de la cara visible de la Luna, y se encuentra en el centro de las cordilleras del Sur. Es muy viejo; eras de vulcanismo y de bombardeo del espacio han cubierto de cicatrices sus paredes y marcado de viruelas el suelo. Pero desde la última era de formación del cráter, cuando los restos del cinturón de asteroides estaban aún cañoneando los planetas interiores, había conocido paz durante quinientos mil años.
Ahora había nuevas y extrañas agitaciones sobre su superficie, y bajo ella, el hombre estaba estableciendo su primera cabeza de puente en la Luna. En caso de emergencia, la Base Clavius podía bastarse por entero a sí misma. Todas las necesidades de la vida eran producidas por las rocas locales, una vez trituradas, calentadas y sometidas a un proceso químico. Y si uno sabía donde buscarlos, podía hallarse en el interior de la Luna hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, fósforo... y la mayoría de los demás elementos.
La Base era un sistema cerrado, como un modelo a escala reducida de la propia Tierra, reproduciendo el ciclo de todos los elementos químicos de la vida. La atmósfera era purificada en un vasto "invernadero"; un amplio espacio circular enterrado justamente bajo la superficie lunar. Bajo resplandecientes lámparas por la noche, y con filtrada luz solar de día, crecían hectáreas de vigorosas plantas verdes en una atmósfera cálida y húmeda, eran mutaciones especiales, destinadas al objeto expreso de saturar el aire de oxígeno y proveer alimentos como subproducto.
Se producían más alimentos mediante sistemas de proceso químico y por el cultivo de algas. Aunque la verde espuma que circulaba a través de metros de tubos de plástico no habría incitado a un gourmet, los bioquímicos podían convertirla en chuletas, que sólo un experto podía diferenciar de las verdaderas.
Los mil cien hombres y seiscientas mujeres que componían el personal de la Base eran bien formados científicos y técnicos, cuidadosamente seleccionados antes de su partida de la Tierra. Aunque la existencia lunar se encontraba ya virtualmente exenta de las penalidades, desventajas y ocasionales peligros de los primeros días, resultaba aún exigente psicológicamente, y no recomendable para quien sufriera de claustrofobia. Debido a lo costoso que resultaba y al consumo de tiempo que requería el trazar una amplia base subterránea en roca sólida o lava compacta, el normativo "módulo de estancia" para una persona era una habitación de sólo dos metros de ancho, por cuatro de largo y tres de alto.
Cada habitación estaba atractivamente amueblada y se asemejaba mucho al apartamiento de un buen motel, con sofá convertible, TV, pequeño aparato Hi-Fi, y teléfono. Además la única pared intacta podía convertirse pulsando un conmutador en un convincente paisaje terrestre. Había una selección de ocho vistas.
Este toque de lujo era típico en la Base, aunque resultaba difícil explicar su necesidad a la gente de la Tierra. Cada hombre y mujer de Clavius había costado cien mil dólares de adiestramiento, transporte y alojamiento; merecía la pena un pequeño extra para mantener su sosiego espiritual. No se trataba del arte por el arte, sino del arte en pro de la paz mental.
Una de las atracciones de la vida en la Base -y de la Luna en general era indudablemente la baja gravedad, que producía una sensación de cabal bienestar. Sin embargo, tenía sus peligros, y pasaban varias semanas antes de que un emigrante de la Tierra pudiera adaptarse. En la Luna, el cuerpo humano había de aprender toda una nueva serie de reflejos. Tenía que distinguir, por primera vez entre masa y peso.
Un hombre que pesara noventa kilos enla Tierra podría sentirse encantado al descubrir que en la Luna su peso era sólo de quince. En tanto se moviera en línea recta y a velocidad uniforme, experimentaba una maravillosa sensación de flotar. Pero en cuanto intentara cambiar de trayectoria, doblar esquinas, o detenerse de súbito... entonces descubría que seguían existiendo sus noventa kilos de masa, o inercia. Pues ello era fijo e inalterable... lo mismo enla Tierra, la Luna, el Sol, o en el espacio libre. Por lo tanto antes de que pudiera uno adaptarse debidamente a la vida lunar, era esencial aprender que todos los objetos eran ahora seis veces más lentos de lo que sugería su mero peso. Era una lección que se llevaba uno a casa a costa de numerosas colisiones y duros porrazos, y las viejas manos lunares se mantenían a distancia de los recién llegados hasta que estuvieran aclimatados.
Con su complejo de talleres, despachos, almacenes, centro computador, generadores, garaje, cocina, laboratorios y plantas para el proceso de alimentos, la Base Clavius era en sí un mundo en miniatura.
E irónicamente, muchos de los hábiles e ingeniosos artificios empleados para construir este imperio subterráneo, fueron desarrollados durante la media centuria de la Guerra Fría.
Cualquiera que hubiese trabajado en un endurecido e insensible emplazamiento de misiles, se habría encontrado en Clavius como en su propia casa. Aquí en la Luna había los mismos artilugios y los mismos ingenios de la vida subterránea, y de protección contra un ambiente hostil; pero habían sido cambiados para el objetivo de la paz. Al cabo de diez mil años, el hombre había hallado al fin algo tan excitante como la guerra.
Por desgracia, no todas las naciones se habían percatado de ese hecho.
Las montañas que habían sido tan prominentes antes del alunizaje, habían desaparecido misteriosamente, ocultadas a la vista bajo la acusada curva del horizonte lunar. En torno a la nave espacial había una llanura lisa y gris, brillantemente iluminada por la sesgada luz terrestre. Aunque el firmamento era, desde luego, completamente negro, sólo podían ser vistos en él los más brillantes planetas y estrellas, a menos que se protegieran los ojos contra el resplandor de la superficie.
Varios extrañísimos vehículos rodaban en dirección a la nave espacial Aries-1B: grúas, cabrias, camiones de reparación; algunos automáticos y otros manejados por un conductor instalado en una pequeña cabina de presión. La mayoría tenían neumáticos, pues aquella suave y nivelada llanura no planteaba dificultades de transporte en absoluto; pero un camión cisterna rodaba sobre las peculiares ruedas flexibles que habían resultado uno de los mejores medios para andar recorriendo la Luna. La rueda flexible, compuesta de placas planas dispuestas en círculo, y montada y alabeada independientemente cada una, tenía muchas de las ventajas del tractor oruga, del que había evolucionado.
Adaptaba su forma y diámetro al terreno sobre el que se movía, y a diferencia del tractor oruga, continuaría funcionando aún cuando le faltaran algunas de sus secciones.
Una camioneta con un tubo extensible semejante a la gruesa trompa de un elefante, lo frotaba ahora cariñosamente contra la nave espacial. Pocos segundos después, se oyeron ruidos como de puñetazos o porrazos en el exterior, seguidos del sonido del aire silbante al establecerse las conexiones e igualarse la presión. Abrióse seguidamente la puerta interior de la esclusa reguladora de la presión de aire, y entró el comité de recepción.
Estaba encabezado por Ralph Halvorsen, Administrador de la Provincia del Sur... que incluía no sólo a la Base sino también cualquiera de las partes de los equipos de exploración que operaban desde ella. Con él se encontraba su Jefe del Departamento Científico, el doctor Roy Michaels, un pequeño y canoso geofísico al que Floyd conocía de visitas previas, y media docena de los principales científicos y ejecutivos. Todos saludaron a Floyd con respetuoso alivio; desde el Administrador para abajo, resultaba evidente que les parecía tener una oportunidad de desembarazarse de algunas de sus preocupaciones.
- Encantados de tenerlo entre nosotros, doctor Floyd - dijo Halvorsen -. ¿Tuvo usted buen viaje?
- Excelente - respondió Floyd -. No pudo haber sido mejor. La tripulación me atendió estupendamente.
Intercambiaron las acostumbradas frases sin importancia que la cortesía requería, mientras el autobús se alejaba de la nave espacial; por tácito acuerdo, nadie mencionó en motivo de su visita. Tras recorrer unos cincuenta metros desde el lugar del alunizaje el autobús llegó ante un gran rótulo que rezaba:
BIENVENIDOS A LA BASE CLAVIUS
Cuerpo de Ingeniería Astronáutica de U.S.A. 1994 Seguidamente se sumieron en una especie de trinchera que los llevó rápidamente bajo el nivel del suelo. Se abrió una maciza puerta, que volvió a cerrarse tras ellos y ocurrió lo mismo con otras dos. Una vez cerrada la última puerta, hubo un gran bramido de aire, y de nuevo estuvieron en la atmósfera, en el ambiente de mangas de camisa de la Base.
Tras un breve recorrido por un túnel atestado de tubos y cables, y resonante de sordos ecos de rítmicos estampidos y palpitaciones, llegaron al territorio de la dirección, y Floyd se volvió a encontrar en el familiar ambiente de máquinas de escribir, computadoras de despacho, muchachas auxiliares, mapas murales y repiqueteantes teléfonos. Al hacer una pausa ante la puerta que ostentaba el rótulo de ADMINISTRADOR, Halvorsen dijo diplomáticamente:
- El doctor Floyd y yo estaremos en la sala de conferencias dentro de un par de minutos.
Los demás asintieron, dijeron algunas frases agradables, y se fueron por el pasillo. Pero antes de que Halvorsen pudiera introducir a Floyd en su despacho, hubo una interrupción. Abrióse la puerta, y una figurilla se precipitó hacia el Administrador, gritando:
Papi, has estado en la punta. ¡Y prometiste llevarme!
- Vamos, Diana - dijo Halvorsen con impaciente ternura -, sólo te dije que te llevaría si podía.
Pero he estado muy ocupado esta mañana recibiendo al doctor Floyd. Dale la mano... acaba de llegar dela Tierra.
La pequeña - Floyd estimó que tendría unos ocho años - extendió una floja manita. Su cara le era vagamente conocida, y Floyd se dio cuenta de súbito que el Administrador le estaba mirando con sonrisa burlona.
Súbitamente hizo memoria, y comprendió por qué.
¡No puedo creerlo! - exclamó. ¡Pero si no era más que una criatura, cuando estuve aquí últimamente!
- La semana pasada cumplió sus cuatro años - respondió con orgullo Halvorsen -. Los niños crecen rápidamente en esta baja gravedad. Pero no alcanzan la madurez tan de prisa... vivirán más que nosotros.
Floyd fijó su mirada, como fascinado, en la aplomada damita, observando su gracioso continente y la desmesuradamente delicada estructura de su cuerpecito.
-Encantado de verte de nuevo, Diana - dijo. Luego, algo, quizás por curiosidad, o acaso cortesía, le impulsó a añadir -: ¿Te gustaría ir a la Tierra?
Los ojos de la niña se agrandaron de asombro, y luego meneó la cabeza diciendo:
-Es un lugar desagradable; una se hace daño al caer. Además, hay demasiada gente.
Aquí, se dijo Floyd está la primera generación de los nativos del espacio; habrá más, en los años venideros. Aunque había melancolía en su pensamiento, también había una gran esperanza. Cuando estuviesela Tierra mansa y tranquila, y quizá algo cansada, habría un campo de acción para quienes amaran la libertad, para los duros pioneros, los inquietos aventureros. Pero sus instrumentos no serían el hacha y el fusil, la canoa y la carreta; serían la planta nuclear de energía, el impulso del plasma y la granja hidropónica. Se estaba aproximando velozmente el tiempo en quela Tierra, como todas las madres, debía decir adiós a sus hijos.
Con una mezcla de amenazas y promesas, Halvorsen logró desembarazarse de su decidido retoño, y condujo a Floyd al despacho. La estancia del Administrador era sólo de cinco metros cuadrados, pero lograba contener todos los avíos y símbolos de la posición de un típico jefe de un departamento con 50.000 dólares de sueldo anuales. Fotografías dedicadas de importantes políticos -incluyendo la del Presidente de los Estados Unidos y la del Secretario General de las Naciones Unidas- adornaban una pared, cubriendo la mayor parte de otra unas fotos asimismo firmadas por célebres astronautas.
Floyd se hundió en un cómodo sillón de cuero, siéndole ofrecida una copa de jerez, obsequio de los laboratorios biológicos lunares.
- ¿Cómo van las cosas, Ralph? - preguntó Floyd, paladeando la bebida primero con precaución, y aprobatoriamente luego.
- No demasiado mal - replicó Halvorsen -. Sin embargo, hay algo que es mejor que conozcas, antes de que te metas en harina.
-¿Qué es ello?
- Bueno, supongo que podría describirlo como un problema moral - suspiró Halvorsen. ¡Oh!
-No es serio todavía, pero va rápidamente en camino de serlo.
-La suspensión de noticias.
- Exacto - replicó Halvorsen -. Mi gente se está soliviantando con ello. Después de todo, la mayoría de ellos tienen familias enla Tierra, las cuales creen probablemente que se han muerto de una epidemia lunar.
- Lo siento - dijo Floyd - pero a nadie se le ocurrió una tapadera mejor, y hasta ahora ha servido. Por cierto... encontré a Moisevich en la Estación Espacial y hasta él se la tragó.
-Bien, eso debería hacer feliz a la seguridad.
-No demasiado... ha oído hablar del T.M.A. Uno; comienzan a filtrarse rumores...
Nosotros no podemos hacer una declaración, hasta que sepamos qué diablos es y si nuestros amigos los chinos están tras ello.
- El doctor Michaels cree que tiene una respuesta para eso. Se muere por decírsela a usted.
Floyd vació su copa.
-Y yo me muero por oírle. Vamos allá.
11 – Anomalía
La conferencia tuvo lugar en una amplia estancia rectangular que podía contener fácilmente cien personas. Estaba equipada con los más recientes dispositivos ópticos y electrónicos y se habría parecido a una sala de conferencias modelo a no ser por los numerosos carteles, retratos, anuncios y pinturas de aficionados, que indicaban que también era el centro de la vida cultural local. A Floyd le llamó la atención una colección de señales, reunidas evidentemente con esmerado cuidado, y que portaban advertencias tales como Por Favor, apártese del césped; No aparque en días pares; Prohibido fumar; A la playa; Paso de ganado; Peraltes suaves; No dé comida a los animales. De ser auténticos -como ciertamente lo parecían- su transporte desde la Tierra debió de haber costado una pequeña fortuna. Había un conmovedor desafío en ellos; en aquel mundo hostil, los hombres podían bromear aún sobre las cosas que se habían visto obligados a abandonar... y que sus hijos no echarían nunca en falta.
Un numeroso grupo de cuarenta o cincuenta personas estaba esperando a Floyd, y todos se levantaron cortésmente cuando entró siguiendo al administrador. Mientras saludaba con un ademán de la cabeza a varios rostros conocidos, Floyd cuchicheó a Halvorsen:
-Me gustaría decir unas cuantas palabras antes de la conferencia.
Floyd tomó asiento en la fila de delante, mientras el Administrador subía a la tribuna y miraba en torno a su auditorio.
- Damas y caballeros - comenzó Halvorsen -, no necesito decirles que esta es una ocasión muy importante. Estamos encantados de tener entre nosotros al doctor Heywood Floyd. Todos le conocemos por su reputación y algunos de nosotros personalmente. Acaba de efectuar un vuelo especial desdela Tierra para venir aquí, y antes de la conferencia desea dirigirnos unas palabras. Doctor Floyd, por favor...
Floyd pasó a ocupar la tribuna en medio de un aplauso cortés, contempló al auditorio con una sonrisa y dijo:
-Gracias... sólo deseo decir lo siguiente: el Presidente me ha pedido les trasmita su aprecio por su sobresaliente tarea, que esperamos podrá ser reconocida en breve por el mundo. Me doy perfecta cuenta -continuó solícito-, de que algunos de ustedes, quizás la mayoría, están ansiosos porque se rasgue el presente velo de secreto; no serían ustedes científicos si pensaran de otro modo.
Vislumbró al doctor Michaels, cuyo rostro estaba ligeramente fruncido, rasgo acentuado por una larga cicatriz en su mejilla derecha... probablemente consecuencia de algún accidente en el espacio. Se daba buena cuenta de que el geólogo había estado protestando vigorosamente contra ese "cuento de policías y ladrones".
- Pero deseo recordarles - prosiguió Floyd -, que esta es una situación totalmente extraordinaria. Hemos de estar absolutamente seguros de nuestros propios actos; ahora, si cometemos errores, puede no haber una segunda oportunidad... así que, por favor, les ruego que sean pacientes un poco más. Tales son también los deseos del Presidente... Y esto es todo cuanto tengo que decir. Ahora estoy dispuesto a escuchar su informe. Volvió a su asiento, el Administrador dijo. "Muchas gracias por sus palabras, doctor Floyd", e hizo un ademán con su cabeza, más bien bruscamente, a su Jefe Científico. Atendiendo la indicación, el doctor Michaels se encaminó a la tribuna, y las luces se atenuaron.
Una fotografía de la Luna apareció en la pantalla. En el mismo centro del disco había el brillante anillo de un cráter, del cual se proyectaban un abanico de llamativos rayos. Parecía exactamente como si alguien hubiese arrojado un saco de harina a la cara de la Luna, esparciéndose aquella en todas direcciones.
- En esta fotografía vertical - dijo Michaels, apuntando al cráter central - Tycho es aún más notable que visto desdela Tierra; pues se encuentra más bien próximo al borde de la Luna, Pero observado desde este punto de vista -mirándolo directamente desde una altura de mil millas- verán ustedes como domina un hemisferio entero.
Dejo que Floyd absorbiera aquella vista no conocida de un objeto conocido, y prosiguió luego:
-Durante el año pasado hemos estado efectuando una inspección magnética de la región, desde un satélite de bajo nivel. Sólo el mes pasado fue completada... y este es el resultado, el mapa que dio origen a todo el trastorno.
Otra imagen apareció en la pantalla, se parecía a un mapa de perfil, aunque mostraba intensidad magnética, sin alturas sobre el nivel del mar. En su mayor parte, las líneas eran aproximadamente paralelas y espaciadas; pero en una esquina del mapa se apretaban de pronto, formando una serie de círculos concéntricos... como el dibujo de un nudo en un trozo de madera.
Hasta para un ojo inexperimentado, resultaba evidente que algo peculiar había sucedido al campo magnético de la Luna en aquella región; y en grandes letras a través de la base del mapa había unas palabras: Anomalía Magnética de Tycho-Uno (T.M.A.-1). En el extremo superior derecho aparecía CLASIFICADO.
-Al principio pensamos que podía tratarse de un crestón de roca magnética, pero toda la evidencia geológica estaba en contra de ello. Y ni siquiera un gran meteorito de ferroníquel podía producir un campo tan intenso como éste; por lo que tomamos la decisión de ir a examinarlo.
"La primera partida no descubrió nada... sólo el acostumbrado terreno llano, enterrado bajo una muy tenue capa de polvo lunar. Introdujeron un taladro en el centro exacto del campo magnético, para obtener una muestra para su estudio. A siete metros, el taladro se detuvo. Así que el grupo de investigación comenzó a excavar... tarea nada fácil en traje espacial, puedo asegurarles.
"Lo que hallaron les hizo volver apresuradamente a la Base. Enviamos un grupo mayor, con mejor equipo. Excavaron durante dos semanas... con el resultado que conocen ustedes.
La ensombrecida sala de conferencias se tornó de súbito muda y expectante al cambiar la imagen de la pantalla. Aunque todos la habían visto varias veces, no había nadie que no alargase el cuello como si esperase encontrar nuevos detalles. En la Tierra y en la Luna se había permitido a menos de cien personas, hasta entonces, que posaran sus ojos en aquella fotografía.
Mostraba a un hombre en brillante traje espacial rojo y amarillo, de pie en el fondo de una excavación, y sosteniendo una vara de agrimensor marcada en decímetros. Era evidentemente una foto sacada de noche, y podía haber sido tomada en cualquier lugar de la Luna o Marte. Pero hasta la fecha, ningún planeta había producido nunca una escena como aquella.
El objeto ante el cual posaba el hombre con el traje espacial, era una loza vertical de material como azabache, de unos cuatro metros aproximadamente de altura y sólo dos de anchura; a Floyd le recordó, un tanto siniestramente, una gigantesca lápida sepulcral. De aristas perfectamente agudas y simétricas, era tan negra que parecía haber engullido la luz que incidía sobre ella; no presentaba en absoluto ningún detalle de superficie. Resultaba imposible precisar si estaba hecha de piedra, de metal, de plástico... o de algún otro material absolutamente desconocido por el hombre.
- T.M.A.-1 - declaro casi reverentemente el doctor Michaels -. Parece como nueva ¿No es así? Apenas puedo censurar a quienes pensaban que sólo tenía una antigüedad de unos pocos años, y trataban de relacionarla con la Expedición China del 98. Pero por mi parte, nunca creí en ello... y ahora hemos sido capaces de fecharla positivamente, a través de la evidencia geológica local.
"Mis colegas y yo, doctor Floyd, ponemos en juego nuestra reputación en esto. T.M.A.1 no tiene nada que ver con los chinos. En realidad no tiene nada que ver con la especie humana... pues cuando fue enterrada ahí, no había humanos.
"Tiene una antigüedad de aproximadamente tres millones de años. Lo que está usted ahora contemplando es la primera evidencia de vida inteligente fuera de la Tierra.
12 – Viaje con luz terrestre
Macro- Cráter Province: Se extiende al Sur desde cerca del centro de la cara visible de la Luna, Al Este del Cráter Central Province. Densamente festoneado con cráteres de impacto, muchos de ellos grandes, incluyendo el mayor de la Luna; al Norte, algunos cráteres abiertos por impacto, formando el Mar Imbrium. Superficies escabrosas casi por doquiera, excepto en algunos fondos de cráter. La mayoría de las superficies en declive, generalmente de 10º a 12º; algunos fondos de cráter casi llanos.
Alunizaje y movimiento: Alunizaje generalmente difícil debido a las escabrosas y escarpadas superficies; menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres. Movimiento posible casi en todas partes, pero se requiere selección de ruta; menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres.
Construcción: Por lo general, moderadamente difícil debido al declive, y numerosos bloques de material suelto; difícil la excavación de lava en algunos fondos de cráter. Tycho: Post-Maria cráter, de 80 Km. de diámetro, borde de 2.500 metros sobre el terreno circundante; fondo de 3.600 metros; tiene el más prominente sistema de radios de la Luna, extendiéndose algunos a más de 800 kilómetros. (Extraído de "Estudio especial de Ingeniería de la Superficie de la Luna". Despacho, Jefe de Ingenieros, Departamento del Ejército. Inspección geológica U.S.A. Washington, 1961).
El laboratorio móvil que rodaba entonces a través del llano del cráter a ochenta kilómetros por hora, se parecía más a un remolque de mayor tamaño que el normal, montado sobre ocho ruedas flexibles. Pero era mucho más que eso; era una base independiente en la cual podían vivir y trabajar veinte hombres durante varias semanas.
En realidad era virtualmente una astronave para la propulsión terrestre... y en caso de emergencia podía también volar. Si llegaba a una grieta profunda o cañón demasiado grande para poder contornearlo, y demasiado escarpado para introducirse, podía atravesar el obstáculo con sus cuatro propulsores inferiores.
Fisgando el exterior por la ventanilla, Floyd veía extenderse ante él una pista bien trazada, donde docenas de vehículos habían dejado una banda en la quebradiza superficie de la Luna.
A intervalos regulares a lo largo de la pista había altas y gráciles farolas de destellante luz. Nadie podía posiblemente perderse, en el trayecto de 320 kilómetros que había de la base Clavius a T.M.A.-1, aunque fuese de noche y tardara aún varias horas en salir el sol. Las estrellas eran sólo un poco más brillantes, o más numerosas, que en una clara noche en las altiplanicies de Nuevo México o del Colorado, pero había dos cosas en aquel firmamento, negro como en carbón, que destruían cualquier ilusión de Tierra.
La primera era la propia Tierra, un resplandeciente fanal suspendido sobre el horizonte septentrional. La luz que derramada aquel gigantesco hemisferio era docenas de veces más brillantes que la Luna llena, y cubría todo aquel suelo con una fría y verdiazulada fosforescencia.
La segunda aparición celestial era un tenue y nacarado cono de luz sesgado sobre el firmamento del levante, el cual se hacía cada vez más brillante hacia el horizonte, sugiriendo grandes incendios ocultos justamente bajo el borde de la Luna.
Era una pálida aurora que nadie pudo ver nunca desdela Tierra, excepto durante los momentos de un eclipse total. Era el halo anunciador del alba lunar, el aviso de que antes de poco tiempo, el sol bañaría aquel soñoliento suelo.
Instalado con Halvorsen y Michaels en la cabina delantera de observación, inmediatamente bajo el puesto del conductor, Floyd sintió que sus pensamientos volvían una y otra vez al abismo de tres millones de años que acababa de abrirse ante él. Como todos los hombres ilustrados, estaba acostumbrado a considerar períodos de tiempo mucho más grandes... pero habían concernido sólo a los movimientos de las estrellas y a los lentos ciclos del universo inanimado. No habían estado implicadas ni la mente ni la inteligencia; aquellos eones estaban vacíos en cuanto tocara a las emociones. ¡Tres millones de años! El infinitamente atestado panorama de la historia escrita, con sus imperios y sus reyes, sus triunfos y sus tragedias, cubre escasamente una milésima de ese tremendo lapso de tiempo. No sólo el propio hombre, sino la mayoría de los animales que viven hoy enla Tierra, no existían siquiera cuando ese negro enigma fue cuidadosamente enterrado aquí, en el más brillante y más espectacular de todos los cráteres de la Luna.
De que fue enterrado, y del todo deliberadamente, estaba absolutamente seguro el doctor Michaels. "Al principio -explicaba-, más bien esperaba que pudiera marcar el emplazamiento de alguna estructura subterránea, pero nuestras más recientes excavaciones han eliminado tal suposición. Se halla asentado en una amplia plataforma del mismo negro material, con roca inalterada debajo. Las criaturas que lo diseñaron quisieron asegurarse que permanecería inconmovible ante los mayores terremotos lunares. Estaban construyendo para la eternidad."
Había un acento triunfal, y, sin embargo, melancólico, en la voz de Michaels, y Floyd compartía ambas emociones. Al fin, había sido respondido uno de los más antiguos interrogantes del hombre; aquí estaba la prueba, más allá de toda sombra de duda, que no era la suya la única inteligencia que había producido el Universo. Pero con ese conocimiento volvía de nuevo una dolorosa certidumbre de la inmensidad del Tiempo. La Humanidad había narrado en cien mil generaciones todo cuanto pasara de aquel modo. Quizás estaba bien así, se dijo Floyd. Sin embargo... ¡cuánto podíamos haber aprendido de seres que podían cruzar el espacio, mientras nuestros antepasados vivían aún en los árboles!
Unos cientos de metros más adelante, emergía un poste indicador sobre el singularmente limitado horizonte de la Luna. En su base había una estructura en forma de tienda, cubierta con reluciente chapa de plata, evidentemente para protección contra el terrible calor diurno. Al pasar el vehículo junto a ella, Floyd pudo leer a la brillante luz terrestre:
Depósito de emergencia-3
20 litros de lox (oxígeno líquido)
10 litros de agua
20 paquetes de alimento Mk 4
1 caja de herramientas Tipo B
1 serie de pertrechos de reparación
¡Teléfono!
- ¿Sabe algo de eso? - preguntó Floyd, apuntando afuera -. Supongo que debe tratarse de un escondrijo de abastecimientos, dejado por alguna expedición que nunca volvió...
- Es posible - admitió Michaels -. El campo magnético rotuló ciertamente su posición, de manera que pudiera ser fácilmente hallada. Pero es más bien pequeña... no puede contener mucha cantidad de abastecimientos.
- ¿Por qué no? - intervino Halvorsen -. ¿Quién sabe lo grande que eran ellos? Quizá sólo tenían centímetros de estatura, lo cual convertiría a eso en una construcción de una altura de veinte o treinta pisos. Michaels meneó la cabeza.
-Queda descartado - protestó -. No puede haber criaturas inteligentes muy pequeñas; se necesita un mínimo de tamaño cerebral.
Floyd ya se había dado cuenta que Michaels y Halvorsen solían sustentar opiniones opuestas, aun cuando no pareciese existir una hostilidad o fricción personal entre ellos. Solamente parecían respetarse mutuamente; simplemente, estaban de acuerdo o en desacuerdo.
Cabía ciertamente poca concordancia entre la naturaleza de T.M.A.-1, o del Monolito Tycho, como algunos preferían llamarlo, reteniendo parte de la abreviatura. En las seis horas desde que había puesto pie en la Luna, Floyd había oído una docena de teorías, mas no se había pronunciado por ninguna de ellas. Santuario, templete, tumba, mojón de reconocimiento, instrumento selenofísico... estas eran quizás las sugestiones favoritas, y algunos de los protagonistas se acaloraban mucho en su defensa. Se habían cruzado diversas apuestas, y gran cantidad de dinero cambiaría de mano cuando fuera conocida finalmente la verdad... en el caso de que lo fuera alguna vez.
Hasta el momento el duro material negro de la losa había resistido todos los intentos, más bien suaves, que habían efectuado Michaels y sus colegas para obtener muestras. No dudaban en absoluto que un rayo láser la hendiría -pues, seguramente, nada podía resistir aquella terrible concentración de energía- pero había de dejarse a Floyd la decisión de emplear medidas violentas. El había decidido ya que los rayos X, las sondas sónicas, los haces de neutrones y todos los demás medios de investigación no destructiva, fuesen puestos en juego antes de recurrir a la artillería pesada del láser. Era muestra de barbarie destruir algo que no se podía comprender; pero quizás los hombres eran bárbaros en comparación con los seres que habían construido aquel objeto.
¿Y de donde podían haber procedido? ¿De la misma Luna? No, eso era totalmente improbable. Cualquier avanzada civilización terrestre -presumiblemente no humana- de la era Pleistocena, habría dejado muchas otras huellas de su existencia. Lo hubiésemos sabido todo de ella, pensó Floyd, mucho antes de que llegáramos a la Luna.
Ello dejaba dos alternativas... los planetas y las estrellas. Sin embargo, había pruebas abrumadoras en contra de la vida inteligente en cualquier otra parte del Sistema Solar... o simplemente de vida de cualquier clase excepto enla Tierra y en Marte. Los planetas interiores eran demasiado calientes, los exteriores excesivamente fríos, a menos que se descendiera en su atmósfera a profundidades donde las presiones alcanzaban cientos de toneladas por centímetro cuadrado.
Así, los visitantes habían venido quizá de las estrellas... lo cual resultaba aún más increíble. Al mirar arriba, a las constelaciones desparramadas a través del firmamento lunar de ébano, Floyd recordó cuan a menudo habían "demostrado" sus colegas científicos la imposibilidad de un viaje interestelar. El recorrido de la Tierra a la Luna era ya bastante impresionante; pero la más próxima estrella se encontraba a una distancia cien millones de veces mayor... Especular era perder el tiempo; debía esperar hasta que hubiese más pruebas.
- Sujétense por favor los cinturones de seguridad y afiancen todos los objetos sueltos dijo de pronto el altavoz de la cabina -. Se aproxima un declive de cuarenta grados.
Dos postes señalizadores con luces parpadeantes habían aparecido en el horizonte, y el vehículo estaba maniobrando entre ellos. Apenas se había ajustado Floyd sus correas, cuando el vehículo se inclinó lentamente sobre el borde de un declive realmente terrorífico y comenzó a descender una larga pendiente cubierta de derrubios y tan empinada como el tejado de una casa. La oblicua luz terrestre que provenía de la parte posterior, procuraba muy escasa iluminación, por lo que se habían encendido los focos del vehículo.
Hacía muchos años Floyd se había encontrado en la boca del Vesubio, mirando al cráter, por lo que podía ahora imaginarse fácilmente que estaba sumiéndose en otro semejante, no resultando en verdad nada agradable la sensación.
Estaba descendiendo una de las terrazas interiores de Tycho, la cual se nivelaba a unos trescientos cincuenta metros más abajo. Al serpear descendiendo el declive, Michaels apuntó a través de la gran extensión llana tendida bajo ellos.
-Allá están ellos -exclamó.
Floyd asintió; había divisado ya el ramillete de luces rojas y verdes enfrente a algunos kilómetros, y mantuvo sus ojos fijos en él mientras el vehículo descendía suavemente el declive. Evidentemente, el gran artefacto locomóvil estaba bajo perfecto control, pero Floyd no respiró sosegadamente hasta que el vehículo no volvió a recobrar su debida posición horizontal.
Entonces pudo ver, resplandeciendo como burbujas de plata a la luz terrestre, un grupo de cúpulas de presión... los refugios temporales que albergaban a los trabajadores del lugar. Próxima a ellos se encontraba una torre de radio, una perforadora, un grupo de vehículos aparcados, y un gran montón de roca cascada, probablemente el material que había sido excavado para descubrir el monolito. Aquel pequeño campamento en la desértica extensión parecía muy solitario, muy vulnerable a las fuerzas de la Naturaleza agrupadas silenciosamente en su derredor. No había allí signo alguno de vida, ni ninguna visible indicación de por que habían ido los hombres tan lejos de su hogar.
- Puede usted ver el cráter - dijo Michaels -. Allá a la derecha... a unos cien metros de aquella antena de radio.
"Ya estamos, pues", pensó Floyd, al rodar el vehículo ante las cápsulas de presión y llegar al borde del cráter. Su pulso se aceleró, al estirarse hacia adelante para ver mejor.
El vehículo comenzó a descender cautelosamente una rampa de consistente roca, introduciéndose en el interior del cráter. Y allí, exactamente como lo había visto en fotografías, se hallaba T.M.A.-1.
Floyd fijó su mirada, pestañeo, meneó la cabeza, y clavó de nuevo la vista, hasta con la brillante luz terrestre, resulta difícil ver el objeto distintamente; su primera impresión fue la de un rectángulo liso que podía haber sido cortado en papel carbón; parecía no tener en absoluto espesor. Desde luego, se trataba de una ilusión óptica; aunque estaba mirando un cuerpo sólido, reflejaba tan poca luz que sólo podía verlo en silueta.
Los pasajeros mantuvieron un silencio total mientras el vehículo descendía al cráter. Había en ellos espanto, y también incredulidad... simple escepticismo de que la muerta Luna, entre todos los mundos, pudiese haber hecho surgir aquella fantástica sorpresa. El vehículo se detuvo a unos siete metros de la losa, y a un costado de ella, de manera que todos los pasajeros pudieran examinarla. Sin embargo, poco había que ver, aparte de la forma perfectamente geométrica del objeto. No presentaba en ninguna parte marca alguna, ni cualquier reducción de su cabal negrura de ébano. Era la cristalización misma de la noche, y por un momento Floyd se preguntó si en efecto pudiera ser una extraordinaria formación natural, nacida de los fuegos y presiones que acompañaron a la creación de la Luna. Pero bien sabía que tal remota posibilidad había sido ya examinada y descartada.
Obedeciendo a alguna señal, se encendieron proyectores en torno al borde del cráter, y la brillante luz terrestre fue extinguida por un resplandor mucho más intenso. En el vacío lunar eran desde luego completamente invisibles los haces, los cuales formaban elipses superpuestas de cegadora blancura, centradas sobre el monolito. Y allá donde se proyectaban, la superficie de ébano parecía tragarlas.
La Caja de Pandora, pensó Floyd, con súbita sensación de presagio, esperando ser abierta por el hombre curioso. ¿Y qué hallaría en su interior?
13 – Lento amanecer
La principal cúpula de presión de la planta T.M.A.-1 tenía sólo siete metros de diámetro, y su interior se hallaba incómodamente atestado. El vehículo, acoplado a ella a través de una de las dos cámaras reguladoras de presión, procuraba un espacio vital sumamente apreciado.
En el interior de aquel globo esférico y su pared doble, vivían, trabajaban y dormían los seis científicos y técnicos agregados ya permanentemente al proyecto. Contenía también la mayor parte de su equipo e instrumental, todos los pertrechos que no podían ser dejados en el vacío exterior, dispositivos de cocina y lavabo, muestras geológicas, y una pequeña pantalla de televisión a través de la cual podía ser mantenido el emplazamiento en continua vigilancia.
Floyd no se sorprendió cuando Halvorsen prefirió permanecer en la cúpula; expuso su opinión con admirable franqueza. -Considero los trajes espaciales como un mal necesario - dijo el administrador -. Me pongo uno cuatro veces al año, para mis comprobaciones trimestrales. Si no le importa, me quedaré aquí al cuidado de la televisión.
No eran injustificados algunos de sus prejuicios, pues los más recientes modelos eran mucho más cómodos que los torpes atuendos acorazados empleados por los primeros exploradores lunares. Podía uno ponérselos en menos de un minuto, hasta sin ayuda, y eran automáticos. El "Mk V" en el cual se hallaba ahora cuidadosamente embutido Floyd, le protegería contra lo peor que pudiese encontrar en la Luna, bien fuese de día o de noche.
Entró en la pequeña cámara reguladora de presión, acompañado por el doctor Michaels. Una vez hubo cesado el vibrar de las bombas, y se hubo tensado casi imperceptiblemente en torno suyo el traje, se sintió encerrado en el silencio del vacío. Silencio que fue roto por el grato sonido de la radio acoplada a su traje.
- ¿Bien de presión, doctor Floyd? ¿Respira usted normalmente?
-Sí... estoy magníficamente.
Su compañero controló cuidadosamente las esferas e indicadores del exterior del traje de Floyd, y luego dijo:
-Bien... vámonos.
Abrióse la puerta exterior, y ante ellos apareció el polvoriento paisaje lunar, reinado a la luz terrestre.
Con cauto y contoneaste movimiento, Floyd siguió a Michaels. No resultaba difícil andar; en realidad, y de manera paradójica, el traje le hacía sentirse más como en casa que cualquier momento desde que llegara a la Luna. Su peso extra, y la leve resistencia que oponía a su movimiento, le procuraba algo de la ilusión de la perdida gravedad terrestre.
La escena había cambiado desde que llegara el grupo, apenas hacía una hora. Aunque las estrellas, y la media Tierra, seguían estando como siempre, la 14§ noche lunar había ya casi terminado. El resplandor de la corona era como una falsa salida de luna a lo largo del firmamento oriental... y de pronto, sin prevención, la punta del poste de la radio, a treinta y cinco metros de la cabeza de Floyd, pareció súbitamente lanzar una llamarada, al prender en ella los primeros rayos del oculto sol.
Esperaron a que el supervisor del proyecto y dos de sus asistentes emergieran de la cámara reguladora de presión, y seguidamente se encaminaron lentamente hacia el cráter. Para cuando lo alcanzaron, se había trazado un arco de insoportable incandescencia sobre el horizonte oriental. Aunque pasaría más de una hora antes de que el sol iluminase el borde de la lentamente giratoria luna, las estrellas ya habían sido borradas.
El cráter se hallaba aún en sombras, pero los proyectores dispuestos en su borde iluminaban brillantemente el interior. Mientras Floyd descendía lentamente la rampa, en dirección al negro rectángulo, sintió una sensación no sólo de pavor sino de desamparo. Allí, en el mismo portal dela Tierra, el hombre se encontraba enfrentando a un misterio que acaso nunca sería resuelto. Hacía tres millones de años, algo había pasado por allí, había dejado el desconocido y quizás irreconocible símbolo de su designio, y había vuelto a los planetas... o a las estrellas.
La radio del traje de Floyd interrumpió su ensueño.
-Al habla el supervisor del proyecto. Si se alinean todos de este lado, podríamos tomar unas fotos. Doctor Floyd, haga el favor de situarse en el centro... doctor Michaels... gracias... Nadie excepto Floyd parecía pensar que hubiese algo divertido en aquello. Muy sinceramente, el tenía que admitir que estaba contento de que alguien hubiese traído un aparato fotográfico; la fotografía sería histórica, y deseaba reservarse unas copias. Esperaba que su cara pudiese ser claramente visible a través del casco del traje. -Gracias, caballeros - dijo el fotógrafo, después de que hubieron posado, un tanto engreídos, frente al monolito, y hubiese hecho aquel una docena de tomas -. Pediremos a la sección fotográfica de la Base que les envíe copias.
Seguidamente, Floyd dirigió toda su atención a la losa de ébano... andando lentamente en su derredor, examinándola desde cada ángulo, intentando imprimir su singularidad en su mente. No esperaba encontrar nada, pues sabía que cada centímetro cuadrado había sido sometido ya a un examen microscópico.
El perezoso sol se había alzado ya sobre el borde del cráter, y sus rayos estaban derramándose casi de flanco sobre la cara oriental del bloque, el cual parecía absorber cada partícula de luz como si nunca se hubiese producido.
Floyd decidió intentar un simple experimento; se situó entre el monolito y el sol, y buscó su propia sombra sobre la tersa lámina negra. No había ninguna huella de ella. Lo menos diez kilovatios de duro calor debían estar cayendo sobre la losa; de haber algo en su interior, debía estar cociéndose rápidamente.
¡Cuán extraño!, pensó Floyd, permanecer aquí mientras que ese... ese objeto está viendo la luz del día por primera vez desde que comenzaron enla Tierra los períodos glaciales. ¿Por qué su color negro?, preguntóse de nuevo, era ideal, desde luego, para absorber la energía solar. Pero desechó al punto ese pensamiento; pues, ¿quién sería lo bastante loco para enterrar un ingenio de potencialidad solar a siete metros bajo el suelo? Miró arriba ala Tierra, que comenzaba a desvanecerse en el firmamento mañanero. Sólo un puñado de los seis mil millones de personas que la habitaban sabían de este descubrimiento; ¿cómo reaccionaría el mundo ante las noticias, cuando finalmente se divulgaran?
Las implicaciones políticas y sociales eran inmensas; toda persona de verdadera inteligencia -cualquiera que mirara un poco más allá de su nariz- hallaría sutilmente cambiados su vida, sus valores y su filosofía. Aun cuando nada fuese descubierto sobre T.M.A.-1, y siguiese permaneciendo un misterio eterno, el Hombre sabía que no era único en el Universo. Aunque no se hubiese encontrado en millones de años con quienes estuvieron una vez aquí, ellos podrían volver; y si no, bien pudieran ser otros. Todos los futuros debían de contener ya tal posibilidad.
Se hallaba aún Floyd rumiando estos pensamientos, cuando el micrófono de su casco emitió de súbito un penetrante chillido electrónico, como una señal horaria espantosamente sobrecargada y distorsionada. Involuntariamente, intentó taparse los oídos con los guantes espaciales de sus manos; recuperóse luego, y tanteó frenéticamente el control de su receptor. Y mientras se tambaleaba, cuatro chillidos más estallaron del éter... y luego hubo un compasivo silencio.
En todo el contorno del cráter, había figuras en actitudes de paralizado asombro. "Así, pues, no se trata de una avería de mi aparato -se dijo Floyd -. Todos oyeron esos penetrantes chillidos electrónicos."
Al cabo de tres millones de años de oscuridad, T.M.A.-1 había saludado al alba lunar.
14 – Los oyentes
Ciento cincuenta millones de kilómetros más allá de Marte, en la fría soledad donde hombre alguno no había aún viajado, el Monitor 79 del espacio profundo derivaba lentamente entre las enmarañadas órbitas de los asteroides. Durante tres años había cumplido intachablemente su misión... habiendo de rendirse tributo a los científicos americanos que lo habían diseñado, a los ingenieros británicos que lo habían construido y a los técnicos rusos que lo habían lanzado. Una delicada tela de araña de antenas captaba las ondas transitorias de radio... el incesante crujido y silbido de lo que Pascal, en una edad mucho más simple, había denominado ingenuamente "el silencio eterno de los espacios infinitos".
Detectores de radiación notaban y analizaban los rayos cósmicos procedentes de la Galaxia y de puntos más allá; telescopios neutrónicos y de rayos X avizoraban extrañas estrellas que ningún ojo humano vería siquiera; magnetómetros observaban las rachas y huracanes de los vientos solares, al lanzar el Sol ráfagas de tenue plasma a un millón y medio de kilómetros por hora a la cara de sus hijos, que giraban a su alrededor. Todas estas cosas, y muchas otras, eran pacientemente anotadas por el Monitor 79 del espacio profundo, y registradas en su cristalina memoria. Una de sus antenas, por uno de los milagros ya corrientes de la electrónica, estaba apuntada siempre a un punto cercano al sol, cada pocos meses podía haber sido visto su distante blanco, de haber habido un ojo cualquiera para mirar, como una brillante estrella con una compañera próxima y más débil; pero la mayor parte del tiempo estaba perdida en el resplandor solar.
Cada veinticuatro horas, el monitor enviaría a aquel lejano planeta Tierra la información que había almacenado pacientemente, pulcramente empaquetada en un impulso de cinco minutos. Aproximadamente un cuarto de hora después, ese impulso alcanzaría su destino, viajando a la velocidad de la luz. Las máquinas destinadas al efecto le estarían esperando; ampliarían y registrarían la señal, y la añadirían a los miles de kilómetros de cinta magnética almacenada en los sótanos de los Centros Mundiales del Espacio en Washington, Moscú y Canberra.
Desde que orbitaran los primeros satélites, hacía unos cincuenta años, billones y trillones de impulsos de información habían estado llegando del espacio, para ser almacenados para el día en que pudieran contribuir al avance del conocimiento. Sólo una minúscula fracción de esa materia prima sería tratada; pero no había manera de decir que observación podía desear consultar algún científico, dentro de diez, o de cincuenta, o de cien años. Así, pues, todo había de ser mantenido archivado, acumulado en interminables galerías dotadas de aire acondicionado; todo se guardaba por triplicado en los tres centros, contra la posibilidad de pérdida accidental. Formaba parte del auténtico tesoro de la Humanidad, más valioso que todo el oro encerrado inútilmente en los sótanos de los Bancos.
Y ahora el Monitor 79 del espacio profundo había notado algo extraño... una débil aunque inconfundible perturbación que cruzaba el Sistema Solar, y totalmente distinta de cualquier fenómeno natural que observara en el pasado. Automáticamente, registró la dirección, el tiempo, la intensidad; en pocas horas pasaría la información ala Tierra. Como también lo haría Orbiter M 15, que gravitaba en torno a Marte dos veces al día; y la sonda 21 de alta inclinación, que ascendía lentamente sobre el plano de la eclíptica; y hasta el cometa artificial 5, dirigiéndose a las frías inmensidades de allende Plutón, siguiendo una órbita cuyo punto más distante no alcanzaría hasta dentro de mil años.
Todos captaron ese extraño chorro de energía que había perturbado sus instrumentos; todos, como era debido, informaron automáticamente a los depósitos de memoria de la distante Tierra.
Las computadoras podían no haber percibido nunca la conexión entre cuatro peculiares series de señales de las sondas espaciales en órbitas independientes a millones de kilómetros de distancia. Pero tan pronto como lanzó una ojeada a su informe matinal, el Pronosticador de Radiación de Goddard supo que algo raro había atravesado el Sistema Solar durante las últimas veinticuatro horas.
Tenía sólo parte de su huella, pero cuando la computadora la proyectó al Cuadro de situación Planetaria, apareció tan clara e inconfundible como una estela de vapor a través de un firmamento sin nubes, o como una línea de pisadas sobre nieve virgen. Alguna forma inmaterial de energía, arrojando una espuma de radiación como la estela de una lancha de carreras, había brotado con ímpetu de la cara de la Luna, y estaba dirigiéndose hacia las estrellas.